jueves, 17 de julio de 2014

ETRNITY


En la vida, al principio, todo es sombra; una oscuridad que da miedo, un máximo desconocimiento que, junto con la soledad, te hacen acurrucarte en un rincón esperando a que todo el terror termine; tapándote fuerte los oídos para evitar oír esos terribles aullidos de la noche perpetua, sobre ti como insaciables bestias sedientas de tu sangre.

Pero un día llega alguien, alguien que enciende una vela en esa oscuridad, te toma entre sus brazos y te consuela, pronto te das cuenta de que todo eran imaginaciones y las bestias se van, quedando ante ti un largo camino; con cruces, desvíos y baches, pero luminoso...la vida.

Pero mi oscuridad no la iluminó nadie, así que tuve que emprender el camino a ciegas, aprendiendo a levantarme cada vez que caigo; a luchar contra las bestias que rompen mi soledad y vencer.
Pero cuando estoy allí, de pie, enfrentándome a la oscuridad, deseo, cada vez con más fuerza, que llegue ese alguien que arroje luz a mi vida y que me dirija por el camino correcto.

TODA LA VIDA CONTENIDA EN UN SUSURRO

Sara, ahora se llamaba Sara; todavía no se lo podía creer. Antes todo era perfecto, ¿por qué se había estropeado? Era feliz y nada le afectaba, ni siquiera la guerra cabía en su corazón, ocupado en su totalidad por Alfred; era el chico ideal y su familia le había aceptado por ser el chico perfecto para ella, el que la protegía en estos tiempos difíciles. Pero todo había acabado ya, y era consciente.

Plegó las piernas contra el pecho y escondió sus lágrimas al mundo hundiendo la cara entre las piernas, el sol brillaba débil tras las esponjosas nubes y de los árboles marchitos, prendían moribundas las hojas, mientras otras se amontonaban en las orillas de los caminos del parque propagando por doquier un ligero aroma a putrefacción, que se mezclaba con el olor a humedad y la nieve, que mataba las flores que se atrevían a salir, enterrándolas en su ataúd blanquecino.
Un soplo de viento gélido arremolinó el pelo de Sara, que se arrebujó en su abrigo y se bajó la falda para procurarse más calor. Asomó los ojos verdes, anegados en lágrimas, por encima de las rodillas; observó el paisaje, la verja metálica y el jilguero que se posaba en el esqueleto de un árbol cercano. Un poco más allá, las marchas militares no cesaban, con filas y filas de jóvenes soldados, con botas relucientes de un negro opaco y unos uniformes impecables, que semejaban planchados encima.
Recordó que hacía un año, había visto cruzar a los soldados desde el mismo lugar; pero entonces era feliz, como hasta hace dos horas; recordó como paseaba con Alfred mientras escuchaba con una sonrisa sus interminables historias y hazañas, recordó la forma en que saltó, brincó y gritó cuando este enseñó el anillo de compromiso y cuando fue con su madre y su tía a comprar el vestido de novia; la misma tela que ahora parecía más oscura y triste, tendida sobre la cama, cerca de los zapatos que jamás estrenaría…
Recordó, y eso la mató, encogió su estómago, la rabia más grande se apoderó de su alma y el corazón corría en una angustiosa y frenética carrera con el tiempo; deseó  con todo su corazón cambiar su melena caoba por una cabellera dorada; quiso gritar a pleno pulmón y sacar toda su rabia, desesperación y miedo.
Cruzó los brazos sobre las rodillas y apretó las uñas contra ellos volvió a esconder la cara, cerró fuerte los ojos en un desesperado intento de contener su ira.
Oyó unos pasos y levantó la cabeza enjugándose las lágrimas; era él, Alfred, caminando hacia ella serio y rígido con el uniforme de soldado, su pelo rubio muy corto y un gesto grave; la miró intensamente con unos ojos del mismo color que el azul del mar; caminaba pisando fuerte y firme como si todo Berlín fuese suyo. En uno de sus potentes brazos distinguió la esvástica, la misma que estaba presente en todos los rincones de la ciudad.
_ ¿Qué ocurre Laura? – le dijo con voz grave cuando llegó a su lado.
_ ¡Fuera!, vete – dijo  ella con voz rota – ya no me llamo así, ahora soy Sara.
_ ¿Por qué, que pasa ahora?
_Estoy muerta – susurró.
Alfred no comprendió al principio, pero cuando Sara destapó, lentamente, el brazalete de su brazo derecho, todo encajó. Intentó mantener un semblante frío como soldado que era, pero se desmoronó por dentro; miró fijamente el pequeño símbolo, solo era eso, un símbolo, pero significaba tanto…
Todo había terminado. Sabía que la única mujer que amaba y amaría estaba muerta.
Alfred  arrancó de cuajo su brazalete, ante los atónitos ojos de Sara; se arrodilló a su lado y la abrazó con una fuerza que jamás había utilizado, quería protegerla y lo haría.
Ambos suspiraron a la vez, sabían que acabarían muertos en poco tiempo; en ese suspiro iba toda su vida y esta era el periodo de tiempo que habían estado juntos.


Sara fue arrastrada hasta un tren de dudosa higiene, otros desgraciados se hacinaban en el pequeño vagón  de madrera mal construido.  El hedor era espantoso, a animal muerto, bueno, quizás eran ellas, todas aquellas caras sucias  de mirada desesperada y hambrienta, ellos eran los animales, los supervivientes que trasladaban al matadero.
Sara se golpeó la cabeza cuando dos soldados la arrojaron al cubículo, aunque le dolió no tenía la mente puesta en eso ¿Y Alfred? ¿que habían hecho con él? su madre le dijo que unos soldados se lo habían  llevado, ¿qué le estaría sucediendo? Entonces vio pasar cerca de las vías  del tren a uno de los amigos de su prometido; se esforzó por recordar su nombre, se esforzó y… lo logró.
-¡Allan!!!- gritó a pleno pulmón por los huecos que había entre una tabla y otra- ¡Allan por favor! – suplicó, al ver que el joven no le hacía caso.
-¡Calla judía!- fue la única respuesta que obtuvo de él.
Sara se sentó en el suelo de paja, no le salían ni las lágrimas, necesitaba saber de  Alfred; sabía por otros que los soldados que desafiaban al fuhrer eran  torturados y luego asesinados, si es que tenían esa suerte.
El tren arrancó levantando  una nube de humo y chirrió, alejándose de Berlín, de sus casas, de su vida; partían  al infierno y el billete solo era de ida.

Todos los músculos de su cuerpo  estaban entumecidos y le dolía cada centímetro del cuerpo; a Alfred lo habían torturado despiadadamente y arrojado sobre aquel banco mugriento comido por la polilla, era incapaz de realizar el movimiento más simple porque enseguida sentía un dolor agudo y penetrante, pero aunque así fuera, tenía que encontrar a Sara; según  sus cálculos ya estaría camino a un campo de concentración, tenía que ir a buscarla, tenía contactos y amigos “Allan, si tiene suerte se topará con él, le ayudará” se repetía; Allan era su mejor amigo, le había jurado lealtad eterna, no dejaría que la prometida de su mejor amigo fuera encerrada en Sachsenhausen, no la dejaría morir como a un perro.
Sara… su solo recuerdo le había ayudado a sobrevivir, su aroma dulce y el intenso olor a almizcle de su perfume; su pelo caoba y aquellos ojos verdes como la hierba que le encantaba  mirar  fijamente. Sintió una punzada de dolor, pero esta vez de nostalgia; la necesitaba tanto, allí, con él o, por lo menos saber que estaba bien, que Allan la había encontrado, que ella se salvaría se marcharía a otro lugar, otra ciudad fuera de Europa.
Alguien entró entonces en la celda caminando con paso firme, igual que solía hacer él, notó como le golpeaban de nuevo, solo pudo emitir un gruñido mientras lo manejaban como a un pelele. Uno de los soldados le dijo algo pero Alfred no estaba en condiciones de procesar información alguna, sus rodillas batieron contra el suelo y le obligaron a agachar la cabeza, seguramente le habían puesto ante el general. Efectivamente, al hombre que había seguido fielmente como un perro faldero, del que había obedecido ciegamente ordenes sin cuestionarlas jamás, le miraba ahora con la misma cara de asco que miraba a los judíos.
-No me lo puedo creer Alfred -comenzó lenta y amenazadoramente- tú, faltando a tu patria, al Fuhrer, no te reconozco.
Se arrodilló enfrente de Alfred, este notaba su aliento en la cara maltrecha; abrió los ojos para mirarle fijamente  por primera vez,  vio como la sangre le goteaba de la cara y caía en el suelo con un chapoteó inaudible. En los ojos del que una vez había sido su superior, vio lo que no creía, ese atisbo de locura y desprecio por la vida ajena; aquello le dio miedo, ahora sabía realmente hasta donde era capaz de llegar ese hombre, las atrocidades más horribles que había cometido y cometería, se dio asco a sí mismo por haber confiado ciegamente en alguien así.

-Eras un buen soldado, el mejor y más fuerte; y pensar que he estado a punto de nombrarte mi sucesor- su voz tenía un toque melodramático falso -pero no estoy aquí para recordar buenos tiempos- se levantó y alzó algo la voz -Dime Alfred ¿ por qué has hecho esto?
Alfred vaciló, sabía de sobra que era una pregunta retórica, dijese lo que dijese le matarían igual; que importaban los motivos. Uno de los soldados le pegó una patada en el estomago, Alfred cayó de bruces con las manos aferradas a él, y emitió el gruñido de nuevo.
-Quiero una contestación ahora si puede ser- dijo el general
-Amor- Alfred se asustó al oírse la voz áspera y quebrada, se levanto y miró desafiante a su superior.
Este irrumpió en sonoras carcajadas.
-¿Amor dices, pero tú no estabas prometido con una alemana? O resultó judía -rió otra vez de forma brusca- seguro que ahora tu defectuosa prometida está a punto de darse una ducha mortal. 
Todos los que estaban en la sala rieron, pero Alfred no lo pudo soportar más; hizo acopio de la poca fuerza que le quedaba y se lanzó sobre el general a la desesperada, pero le redujeron demasiado rápido.
-Pensaba pegarte un  tiro al irme -dijo limpiándose la sangre del labio- pero veo que a ti te van más los campos de concentración -hizo un gesto al soldado que estaba sujetando a Alfred.
Él sintió un golpe en la cabeza, un golpe seco, acababa de firmar su sentencia de muerte lenta y agonizante.

La verja  remataba en pinchos y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, el suelo por donde pisaba Sara era barro, la ropa tenía un olor penetrante a muerte; en el ambiente solo se respiraban sentimientos agrios, el cielo parecía permanentemente encapotado. En aquel lugar se podían distinguir dos mundos, los felices opresores, con trajes impecables, siempre bien alimentados y una puerta de salida a su disposición; y los oprimidos, almas en pena, con ropas de muertos, desnutridos, la cara llena de barro y lágrimas resecas, con una frontera muy clara. Sara nunca había tenido tan claro que salir de allí con vida era imposible.
A través de las rejas vio algo imposible; saliendo de un coche, con las manos atadas a la espalda, luchando por zafarse de sus opresores y mirando de forma desesperada en todas direcciones, vio a Alfred.
-¡Alfred!- gritó de forma automática lo más alto que pudo.
Él se volvió hacia la voz pensando que era un eco del pasado, por la felicidad en que lo decía; pero no, era ella, en carne y hueso, allí. Otra vez sintió aquella fuerza inesperada y corrió hacia la valla, desde el otro lado Sara también corrió, pero alguien más lo hizo.
-Gracias por cuidarla- dijo Alfred cuando por fin llegó al lado de Sara.
-¿Qué?- Sara no lograba entender.
Notó de repente un tacto frio de metal en el costado y Alfred palideció.
-Allan, no serás capaz- logró decir.

El disparo fue rápido y seco, partiendo en dos, de forma limpia, el silencio del infierno terrestre, y acabó con dos vidas. Un disparo puede provocar muchas cosas pero, lo más probable es que venga otro disparo, y ocurrió; uno para él y otro para ella…
Él se tambaleó moribundo hasta una pared y en su muerte se llevó la cruz gamada, machándola de sangre cobarde.
Alfred observó como moría Allan, nunca la muerte le había producido tal alivio, sentía la justicia latente en la atmosfera; puede que su situación no cambiase, al igual que su futuro. Le susurró un “te quiero” a Sara y ella abandonó la vida.
Ahora ya no temía su destino porque la muerte es más dulce si un ángel te espera al otro lado.

EL PIANO


La figura se recorta de perfil a la luz mortecina del crepúsculo a través de la ventana vieja; tiene los labios fruncidos, como ocurre cuando se concentra lo suficiente. La mirada, oscura y profunda, fija en el piano que tiene delante; sus dedos se deslizan hábiles, creando una melodía fiera.
Me mira, y lo hace un contacto tan intimo que me estremece; luego sus labios se mueven con suavidad.
-Siéntate a mi lado-Dice con su voz profunda
Con timidez me dirijo hasta él y me siento en el extremo más alejado del banco, pero es tan pequeño que nuestras rodillas casi se tocan. Aunque miro directamente el piano siento el peso de su mirada, algo en mi interior ruje furioso. No me atrevo a mirarle, está más cerca de lo que lo he tenido nunca y temo no soportarlo.
De pronto siento su respiración agitada en el cuello; su olor provoca que todos mis músculos se contraigan involuntariamente. Trago saliva. Siento que está tejiendo un mundo solo para nosotros, pero no me atrevo a entrar en él.
Me roza la mejilla con la nariz y se me pone la piel de gallina; algo me atenaza el estómago. Me giro, quedando enfrentada con él.
Sus ojos marrones son más profundos que nunca, me atraviesan el alma, arden, consumidos en el deseo y, al mismo tiempo, parecen sobrios y calmados. Alza la barbilla ligeramente y yo le imito, como un reflejo. Repetimos la acción a la inversa. Por el rabillo del ojo veo como alza la mano hasta mi cadera; pero no la toca, se queda a unos milímetros y va subiendo lentamente. Una descarga repentina me recorre, aprieto los dientes, luchando por no perder la compostura.
-Estas temblando- su cálido aliento me cosquillea los labios
-Tú también- logro articular
Ríe, una mezcla entre un suspiro y una carcajada, tiene una sonrisa preciosa; siempre me ha gustado. Entrecierra los ojos y se acerca un poco más a mí. Soy incapaz de respirar, me he olvidado de cómo se hace, solo puedo pensar en que está a punto de besarme.

Suena el móvil, vibrando insistente en mi bolso. Ambos damos un respingo y, mientras me levanto para cogerlo se que aquella situación no volverá a pasar, al menos en mucho tiempo.